domingo, 24 de octubre de 2010

Los contratos de la administración


Si el país no hace un esfuerzo por modificar el Estatuto de Contratación tendremos que acostumbrarnos a vivir en medio de escándalos

EN NUMEROSAS oportunidades nos hemos referido al régimen legal bajo el cual es imperioso desarrollar los contratos que celebran los entes públicos y los particulares, y lo que resulta particularmente doloroso es que el tema se toma y se retoma a propósito de alguno de los frecuentes escándalos que sobre este asunto suelen estremecer al país, sin que se haga nada por enmendar la plana.

Tampoco ha resultado exitoso el esfuerzo desplegado por convencer a los gobernantes, en especial a partir de 1983, ni a los movimientos políticos mayoritarios que tienen asiento en el Congreso, acerca de la importancia que para el país tiene contar con un estatuto serio, completo, que regule de manera íntegra la materia, sin exclusiones ni regímenes excepcionales, que logre moderar los principios éticos de cada servidor público y la eficiencia en el trámite de los asuntos que se encuentran íntimamente ligados a la prestación del servicio público.

El país no puede seguir permitiendo que los “contratos de la administración” y la corrupción de la administración sean dos expresiones equivalentes, como si se tratara de una imposible situación de sinonimia. Semejante exabrupto no le puede convenir a nadie y mucho menos a quienes se han decidido a prestar sus servicios personales a la causa del público, porque no puede el país dejarse colocar en el mismo lugar de esa otra nación en la cual lo inexplicable e insólito ha sido que sus gobernantes y colaboradores salieran pobres tras la despedida del poder.

No podemos seguir permitiendo que cada semana “se destapen” las ollas podridas en las cuales los recursos de todos los ciudadanos son objeto de apropiación violenta, que algunos de manera generosa denominan como indebida.

Cuando por fin se levanta una voz airada blandiendo el látigo del poder disciplinario, y contra viento y marea sanciona de manera ejemplarizante el desbordamiento de funciones y el uso indebido de la investidura de funcionario público que de manera inmerecida se le ha entregado a algunos, su figura se aquilata y empezamos a sentir los colombianos el efecto de las señales que nos demuestran que no todo está perdido, que aún hay esperanzas y signos de buenos augurios.

La ética del funcionario público

No existe entre nosotros en toda la Administración pública un organismo especializado en ejercer un riguroso y duro control de selección de personal, o al menos de información, el cual sopese la conducta íntegra de los candidatos a ejercer funciones públicas.

Es más grave y delicado el manejo o la conducción de los asuntos públicos que el ejercicio de funciones similares en el ámbito privado en el cual existen enormes exigencias en la selección de personal. No pareciera existir una convicción rigurosa acerca de la necesidad de llevar a la Administración pública a gentes honestas. La opinión pública acepta que la buena fe de las personas se presuma pero que su honestidad no requiera ser probada.

El país no puede seguir tolerando que los gobiernos se asienten con una runfla de colaboradores llamados al golpe del oído o por razón de amistades y compadrazgos fundamentalmente políticos. La política nos ha demostrado que ya no es tampoco sinónimo de pulcritud. Démosle una mirada a la hoja de vida de nuestra clase política, y no nos será muy difícil encontrar las manchas, las destituciones, las sanciones, que centenares de personas que por ella arribaron al sector público, sin exigencia alguna sobre su idoneidad profesional, su experiencia y su integridad ética, que nadie verifica ni certifica pero que a la hora de los fallos, de las sentencias, de las investigaciones, de las providencias disciplinarias, tampoco nadie sale a responder porque los compadrazgos tampoco generan solidaridad alguna. ¡Oh sorpresas, que nos da la vida!

El desconocimiento de la conducta de los subalternos en relación con su comportamiento ético, conduce a rompimientos entre jefes y subalternos y a que solo se predique el respaldo de manera expresa respecto de la conducta del subalterno, afirmándose respaldar su comportamiento si ha estado ajustado a la ley. Como quien dice, se da una solidaridad llena de reservas y de salvedades pero solo a partir del escándalo y de los “destapes”.

Código Penal y Estatuto de Contratación

No se puede pretender que el Estatuto de Contratación resulte ser un descuadernado libro de incompatibilidades, inhabilidades y de sanciones hipotéticas, para reprimir conductas delictivas que más parecen ser el guión para un consueta que inspirara tropelías y desafueros. El Estatuto de Contratación no puede ser una mala suma de hipótesis delictivas para actuar cuando llegue la ocasión. Debe rescatarse el principio de la buena fe como guía tutelar de los contratos.

Es preciso tener presente que si aquellos a quienes corresponde darle aplicación a la ley carecen de una adecuada formación ética o si su conducta está llena de atajos morales, así la ley sea hecha para que sus protagonistas sean ángeles, se convertirá en una guía para arribar al infierno.

Para aproximarse al conocimiento de la mentalidad criminosa que ha venido circundando a muchos de los contratos entre particulares y la Administración, basta con hacer un recorrido por los archivos que reposan en los entes de control y vigilancia del Estado.

El Estatuto de Contratación tampoco puede ser el producto de la transacción entre la Administración pública y los contratistas. Este tiene que garantizarle gran fluidez al comportamiento de los particulares sin que por esto pueda abandonar el ente público su papel como director y protagonista en su condición de vocero del interés general.

Si el país no hace un esfuerzo por modificar el Estatuto que identificamos como Ley 80 de 1993, sus reformas y reglamentaciones, entonces debemos acostumbrarnos a vivir en medio de los sobresaltos y de los escándalos que han venido encontrando su punto de partida en él.

Por: Fernando Bernal Escobar


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