Se cuenta en algunos anecdotarios que durante la primera mitad del siglo pasado, la bulla producida por las peticiones de los empresarios al gobierno, era de tal naturaleza y tan grande su estridencia que no obstante encontrarse por segunda vez ocupando la Presidencia de la República el doctor López Pumarejo, atormentado con ello y para aligerarse de las cargas propias del oficio, decidió pedirles a los empresarios que se organizaran y que a continuación, procedieran a designar a un vocero que los representara y con el cual él pudiera dialogar, discutir o fijar los términos de sus desacuerdos, iniciativa que dio origen a la Asociación Nacional de Industriales.
El Presidente López consideraba útil para lograr la gobernabilidad en su segundo periodo, poder tener como interlocutor en el sector empresarial a un líder el cual, reunidas algunas condiciones especiales en su personalidad, además tuviera la capacidad para domeñar a su clientela, bien por las zanahorias conseguidas con el gobierno así como por las cajas destempladas que el interés general y las conveniencias nacionales impusieran.
López el Viejo intentaba trazarle unas rayas infranqueables a las presiones indebidas, al lobby irracional y a la intromisión ilegítima de los particulares en los asuntos del Estado. De pronto por andar en éstas no se percató de lo que acontecía con su primogénito y aquí apareció otro problema que tendería hoy a hacer metástasis.
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